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Monguí, el pueblo sin futbolistas que vive del fútbol ​

Texto: Adolfo Zableh.

Fotografías: Carolina Monsalve

Producción: Focograma

 

Monguí, el pueblo sin futbolistas que vive del fútbol ​

Texto: Adolfo Zableh.

Fotografías: Carolina Monsalve

Producción: Focograma

 

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En este pueblo de Boyacá se fabrican balones. Se hacen a mano, artesanales,
y también a gran escala. Y su fama es internacional. Pero si hablamos de una
de sus grandes figuras, el Messi de la fabricación de balones, el nombre que
viene a la mente es Segundo Neita. Con Arcueros, su empresa familiar,
y Bancolombia, jugó el partido de su vida y entregó 155.000 pelotas durante
el Mundial de Catar. Este no solo fue el mayor pedido de la historia de Monguí,
fue el punto de quiebre que puso a la región al nivel de los grandes del mundo.​

Monguí es un cuadro pintado por un artista de otra época. Para descubrirlo, no hay más que encontrarse con la capilla de San Antonio de Padua, construida en el siglo XVII; con la basílica de Nuestra Señora de Monguí, terminada más de medio siglo después; con el puente Calicanto, preciosa obra colonial levantada en piedra y por la que pasaron los materiales que erigieron la basílica; o con el páramo de Ocetá, a cuatro mil metros de altura, con exuberantes frailejones y nacimientos de agua, hogar de venados y centenares de aves. También adornan la obra sobre suelo boyacense sus fachadas blancas y las puertas, balcones y ventanas en madera pintadas a juego en colores verde, rojo y dorado. ​

El comercio en Monguí se despierta temprano, hace una pausa a la hora del almuerzo y cierra justo cuando se oculta el sol. Al caminar por las calles adoquinadas y a paso lento, como transcurre la vida en el campo, se van descubriendo restaurantes, tiendas y panaderías, pero, sobre todo, las 25 fábricas de balones que le han valido fama mundial.​

De pronto, aparece el Museo del Balón, un nombre demasiado pomposo para un lugar con apenas dos habitaciones donde se exhiben viejos balones y fotos en blanco y negro de quienes iniciaron, hace noventa años, el arte de la fabricación de pelotas: los hermanos Ladino. Entre otros objetos de antaño, está también el primer compresor que llegó al pueblo, en 1979, año en el que Brasil ganó el Mundial de Fútbol contra México.

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Capilla de San Antonio de Padua.​

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Al llegar a la plaza principal, hay un busto de Simón Bolívar y, frente a éste, con la imponente basílica como testigo, una escultura con dos manos sosteniendo una pelota de fútbol. La escultura en cuestión recuerda a los hermanos Froilán y Manuel Ladino. ​

Según cuenta la historia, Froilán fue un talabartero monguiseño que, mientras prestaba el servicio militar en la guerra colombo-peruana, aprendió de soldados brasileños el arte de coser balones. Al tener experiencia con el manejo del cuero, llevó el oficio a casa y dos años

después, en 1934, produjo el primer balón de Monguí. Costaba veinte centavos y tenía por marca ‘Libertad’. ​

Resulta paradójico que esta pequeña población, que solo alcanza los cinco mil habitantes y honra al balón como elemento sagrado, no haya producido figuras del fútbol profesional, no tenga un gran equipo ni una hinchada y mucho menos un estadio propiamente dicho, pero pocas ciudades del país, y posiblemente del mundo, pueden decir con orgullo que viven del deporte más popular del planeta.  ​

Para entonces, yo ya cosía entre cinco y seis balones al día,
pero era una labor desgastante que implicaba dedicación y sacrificio,
además dejaba las manos llenas de pinchazos y callos.​

A pocos metros del museo se encuentra la fábrica Arcueros. En la puerta más de tres mil balones son exhibidos para la venta: grandes, pequeños, clásicos. Los hay de fútbol, de básquet, de voleibol, de fútbol americano, de rugby. Balones de las Copas mundiales, de la Champions, de dibujos animados y, por supuesto, de los equipos colombianos.​

Hacia la derecha están las oficinas y hacia la izquierda, la planta que alguna vez funcionó como corral para vacas. Adentro de la fábrica, encuentro a Segundo Neita, su propietario, un hombre sobre los cincuenta años, de estatura baja, robusto, de manos gruesas y callosas, como las de quien ha trabajado con ellas durante décadas. Lleva un chaleco negro con el logo de su compañía en la espalda. Es amable y tranquilo. Los aspavientos y los gritos los reserva para cuando ve un partido de su equipo del alma, el América de Cali.  ​

 

No juega al fútbol, pero podría decirse que es casi una enciclopedia del deporte. “Yo puedo contarle todas las anécdotas del fútbol desde 1930 hasta hoy. Como hice las colecciones de los mundiales con mis balones, me conozco todas las historias de los equipos, de los futbolistas y de los torneos”, dice con orgullo. ​

Don Segundo nació en 1970 y aprendió el oficio de coser balones cuando era niño. Sus padres, Adán y Elvira Elena, trabajaban para Manuel Ladino. Recuerda aquellos como días sencillos: se levantaban temprano, incluso antes de que el sol saliera, iban al pueblo para recoger los materiales y cosían, a la par que cuidaban de los animales y los cultivos en la parcela. Porque ellos, como el resto de los pobladores de Monguí, llevaban el campo en el alma.​

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Don Segundo Neita.​

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“Para entonces, yo ya cosía entre cinco y seis balones al día, pero era una labor desgastante que implicaba dedicación y sacrificio, además dejaba las manos llenas de pinchazos y callos”, dice con nostalgia, pero con la satisfacción de saber que, gracias a su empeño de tecnificar el taller, el trabajo ya no es tan duro para sus empleados.​

Cuando cumplió 19 años viajó a Bogotá para probar suerte, como muchos de sus coterráneos. Su idea era estudiar ingeniería industrial y adquirir conocimientos para perfeccionar el arte de coser balones. De la carrera hizo apenas un par de semestres y descubrió pronto que lo que mandaba la parada en aquella época era utilizar materiales sintéticos y pegarlos al calor. ​

 

Regresó a Boyacá dos años más tarde, pero no lo hizo solo. Un día contestó el teléfono en la casa de un amigo y del otro lado de la línea oyó una voz conocida. Se trataba de Rosa, una joven del pueblo que había ido a terminar el colegio en la capital. Se vieron en la gran ciudad, se enamoraron y, poco tiempo después, se casaron. Los unió las ganas de emprender y, desde entonces, han caminado de la mano.​

En 1992, don Segundo y doña Rosa fundaron Arcueros y, durante dos décadas, sacaron al mercado chaquetas, bolsos, billeteras y sombreros. En un pueblo dedicado a la agricultura, la minería, el turismo y la fabricación de balones, Arcueros no sólo se destacaba por su calidad, sino que carecía de mayor competencia. 

Segundo y Rosa vieron una oportunidad de negocio y terminaron
regresando al oficio de sus padres, pero adaptándose a las exigencias
de su tiempo y llevando a niveles industriales lo que fuera hasta
entonces una artesanía.​

El giro a los balones de fútbol se produjo en 2012 por varias razones. Por un lado, cerraron las curtiembres de las que obtenían la materia prima y, por otro, conseguir artesanos que tuvieran la maestría para hacer prendas de cuero se había convertido en una tarea difícil. ​

La tercera razón fue la definitiva y, sin duda, una gambeta del destino. Como la empresa estaba frente a la plaza principal, los turistas llegaban preguntando por balones. Sin darle más vueltas al asunto, Segundo y Rosa vieron una oportunidad de negocio y terminaron regresando al oficio de sus padres, pero adaptándose a las exigencias de su tiempo y llevando a niveles industriales lo que fuera hasta entonces una artesanía.​

 Más tarde llegaron sus hijos.  Adriana, Diego y Mayerli, por orden de nacimiento. El equipo de dos se convirtió en uno de 

cinco y cada cual desde su posición ayuda a potenciarlo. Adriana es administradora de empresas y lleva las cuentas de la compañía. Desde pequeña supo hacer sonar la caja registradora. Diego es arquitecto y se encarga de los diseños de las nuevas instalaciones que pronto aumentarán la capacidad de la fábrica y darán más empleo en la región; mientras que Mayerli, abogada, redacta los contratos, para que todo sea legal y se apegue a las reglas. En cuanto a Rosa, ella se ocupa del día a día de la planta. Cuando se trata de hacer control de calidad, saben bien que no se le escapa ningún detalle. El hombro de Rosa ha estado tan involucrado y firme como el de su esposo, y Arcueros no sería lo que es hoy sin su presencia. Con todos los aspectos cubiertos, Segundo puede concentrarse en dirigir el partido y echar una mano cuando se necesita. ​

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Segundo y Rosa.​

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Coser balones es un arte exótico que todavía se mantiene pese a los avances tecnológicos. Eso sí, un balón de cuero fabricado artesanalmente suele terminar en un estante y no en una cancha porque es casi un pecado coger a patadas un objeto tan bello y bien hecho. Para eso están los de PVC y PU, materiales sintéticos que son cortados a máquina, formados con calor y pegante, mucho más resistentes y fáciles de hacer. ​

Hoy ambas técnicas coexisten, pero para ser competitivos, la mayoría de los 300.000 balones que salen de Monguí cada año son hechos a la nueva usanza, con la técnica de vulcanizado. Es que no puede ser de otra manera: mientras el artesano más hábil puede coser entre diez y doce balones diarios, con la nueva técnica se sacan en promedio trescientos al día, y eso sin forzar la producción.  ​

​“Hemos estado atrasados cuarenta años”, dice Segundo, sin pena, más ​

bien con ganas de recortar esa brecha. Pakistán es potencia mundial y​

produce balones termosellados, que es la última tecnología. En el país asiático maquilan para las grandes marcas deportivas que todos conocemos, y la aspiración de Segundo es llegar a ese punto. Pero “todo, paso a paso, que no se puede aprender a correr sin saber antes caminar”.​

Tantos años en el oficio y tanta dedicación hacen de Segundo uno los grandes conocedores de la industria en Monguí y, al mismo tiempo, uno de los empresarios más ambiciosos. "No solo estuvieron los Ladino, la fama de nuestros balones se le debe también a personas como los hermanos Acevedo, a Jorge Moyano, Anselmo Barrios, Marcos Cujabante y a la familia Hernández. Cada uno puso su grano de arena para consolidar la industria". Y aunque es importante conocer la historia, Segundo mira siempre para delante: "uno no se puede quedar quieto, tiene que pensar en crecer y mejorar".


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Fábrica de balones​

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En los más de 700 metros cuadrados de su negocio funciona todo: almacén, oficina, fábrica, almacenamiento de materia prima y, hasta hace unos años, el hogar familiar. Prácticamente, Segundo y los suyos comían, bebían y soñaban con balones 24 horas al día, siete días a la semana. Fue un sacrificio duro, pero necesario. Así son las cosas cuando se arranca con poco (no más de $250.000 pesos en su caso) y se sueña en grande. ​

El esfuerzo ha dado frutos. Hoy cuentan con 27 máquinas, 30 empleados de planta, pero casi 100 empleos indirectos, sumando los proveedores que cosen desde casa para veder a Arcueros. Gracias al trabajo de Fabián Argüey, ingeniero mecatrónico, y de Daniel Chiquillo, ingeniero electrónico, y al afán de don Segundo por buscar el bienestar de sus empleados, Arcueros cuenta con máquinas diseñadas o adaptadas para cada procedimiento. 

"Es que no puede haber progreso sin tecnificación", dice. Por ejemplo, antes la operación de forrar con hilos la vejiga que va en el interior de la pelota (es la que permite que rebote) se hacía a mano y tomaba hasta diez minutos. Hoy, gracias a uno de los diseños implementados, pueden hilarse cinco vejigas en un minuto. Los paneles que se diseñaban a mano y se imprimían con la vieja técnica de screen, ahora se crean a computador; y la harina de trigo, utilizada como componente para darle peso y consistencia a las vejigas, le dio paso a una mezcla que incluye hasta siete químicos. ​

“Ha sido un camino largo en el que hemos ido aprendiendo a hacer las cosas mejor. También es muy bonito ver que son los mismos empleados quienes han ido trayendo sus conocimientos para mejorar los procesos dentro de la fábrica”, comenta.

¿Cómo una pequeña empresa familiar que nació con alma artesanal
se convierte en la más pujante de la región? Con trabajo, claro, pero
también con inversión.​

Por ejemplo, fue gracias a María Amaya, quien lleva 11 años en la empresa, que pudieron dejar de utilizar la harina de trigo y hacer mucho más eficiente el proceso de la masilla. Para María ha sido igualmente fructífero el trabajo en Arcueros, ya que, siendo madre cabeza de familia, ha podido ahorrar y sacar adelante a sus cinco hijos.​

También está Kelly Alarcón que, tras terminar la carrera de Psicología, dará inicio a una especialización en Psicología del Trabajo, porque quiere mejorar las condiciones de la gente dentro de la empresa.  Y otras de las chicas que están estudiando educación preescolar. Uno de los planes que Segundo y Rosa tienen para este año es poder implementar un lugar de estudio donde puedan asistir los hijos de los empleados y los trabajadores mismos para reforzar la ortografía y esas materias o habilidades en las que están fallando.

¿Cómo una pequeña empresa familiar que nació con alma artesanal se convierte en la más pujante de la región? Con trabajo, claro, pero también con inversión. En Monguí sobra talento humano, pero sin el dinero que compra la tecnología resulta imposible competir con los gigantes mundiales. Las oportunidades para Arcueros llegaron con el apoyo de Bancolombia, que no solo ha prestado el dinero para el crecimiento en maquinaria e infraestructura, sino que ha sido uno de sus clientes más importantes.​

Gracias al gerente de la oficina de Sogamoso, que conoció su trabajo, el banco le encargó un lote de balones para la sede de Medellín, hace más de cinco años. No eran muchos, poco más de una centena, pero su producto quedó tan bien hecho y tuvo tanto éxito que para el año 2020, Bancolombia le encargó 250 mil balones con el fin de regalar a los clientes como recompensa por facturar con tarjetas Bancolombia.

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Mujeres trabajando en la fábrica de Arcueros​

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Un cuarto de millón de pelotas es una cifra que asusta a cualquiera, pero no a Segundo y a Rosa. Acudieron a los demás fabricantes de Monguí para llegar a tiempo con el pedido. Pero, cuando obtuvieron el sí de todos y las máquinas estaban a punto de ponerse en marcha, llegó la pandemia y los sacó del campo. ​

El Covid nos golpeó a todos, pero tal excusa suena a poco cuando detiene la producción más grande de tu vida. Sin embargo, Segundo y su familia no se amilanaron y siguieron trabajando con la ilusión de siempre, a la espera de que la gente retomara su vida y la economía nacional y mundial recuperaran su ritmo. ​

Por fortuna, la espera duró poco, porque llegó el Mundial de Fútbol de Catar y, nuevamente, Bancolombia apareció con un pedido de grandes dimensiones. Pese a que la selección Colombia no había clasificado, el banco quiso celebrar el evento con balones de recuerdo para sus clientes. ¡Qué mejor que Arcueros para encargarse de este trabajo!​

 Bancolombia quería apoyar la industria local y confió en las manos mágicas de los artesanos de Monguí. ​

​155.000 balones fue el derrotero. De nuevo, Segundo acudió a las demás fábricas del pueblo para que fueran aliadas en el negocio y una de ellas atendió al llamado. Fue así como dos de los talleres de la región anotaron el gol y sacaron adelante el pedido más grande en la historia de Monguí.​

El pedido que nos hizo el banco fue importante por muchas razones.
Gracias a él pudimos dar trabajo formal y estable a muchas más
personas, que tienen la tranquilidad de contar con salud y pensión.​

Segundo y Rosa ya sabían trabajar sin descanso, pero cumplirle a Bancolombia exigió redoblar esfuerzos. De 30 pasaron a casi 200 empleados. Hicieron turnos dobles, incluso en domingos y festivos. No durmieron durante días. Por momentos, sintieron las manos en llamas y las piernas flaquear, pero valió la pena cada segundo. No solo porque demostraron que Arcueros era capaz de asumir retos complejos, sino porque aquel pedido significó cruzar la línea de no retorno: sí, en Monguí se pueden hacer pelotas con el antiguo método de coser a mano, pero también es posible fabricar balones de primera calidad a gran escala. A partir de semejante hito, las posibilidades para la familia de Segundo, para Arcueros y para Monguí mismo son infinitas.

“El pedido que nos hizo el banco fue importante por muchas razones. Gracias a él pudimos dar trabajo formal y estable a muchas más personas, que tienen la tranquilidad de contar con salud y pensión. Eso no era fácil antes. Nos abrió puertas y ahora estamos produciendo balones en mayor cantidad y calidad que salen para la venta a diferentes ciudades de Colombia. También le debemos al banco que nos está ayudando con educación financiera, de manera que podemos organizarnos mejor. Saber qué tenemos, qué debemos y qué nos queda. Esto nos permite mejorar la rentabilidad e invertir en dignificar el trabajo, porque lo más importante de la empresa no son las máquinas sino el capital humano”, afirma.​

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Lejos están esos días y cada vez más cerca
los de exportar y ver sus balones rodar por
las canchas del mundo.

Con el dinamismo que se imprimió al negocio, varios de los empleados están aprovechando para alternar su trabajo con el estudio. “Desde Arcueros los apoyamos con dinero para el transporte y para el almuerzo, los días en los que tienen que ir a la universidad en Sogamoso”, comenta Segundo. “Nuestra idea es que los muchachos salgan, que vayan a aprender para que traigan todo ese conocimiento y ese progreso a Monguí”.​

Es difícil no encontrar a Segundo o a su familia en la empresa. Trabajan junto a sus empleados que son también sus amigos: les preguntan ideas, los oyen, crean entre todos. Esa camaradería ha sido parte del éxito de Arcueros. 

Atrás quedó la época en que Segundo y Rosa se ocupaban de todo: de abrir y cerrar, de vender, negociar, cobrar, pagar, hilar, cortar, pegar y despachar. Tiempos en los que subían tarde en la noche al cuarto para dormir un poco y se levantaban muy temprano para seguir trabajando. Lejos están esos días y cada vez más cerca los de exportar y ver sus balones rodar por las canchas del mundo.​

–¿Con qué sueña hoy? –, pregunto a Segundo.​

–Con ver un partido profesional colombiano que se juegue con uno de mis balones –contesta.​

Luego, Adriana, su hija mayor, con una sonrisa que habla por sí sola, remata: ​

–Yo quisiera que con uno de nuestros balones se juegue un Mundial de Fútbol.

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Niño futbolista en la plaza principal del pueblo de Monguí ​

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