Aydee Botero encontró en la leche que se derramaba el futuro de Los Llanos de Cuivá

Texto: Nicolás Rocha Cortés

Fotografías: Juan Manuel Vargas

Producción: Focograma

 

Aydee Botero encontró en la leche que se derramaba el futuro de Los Llanos de Cuivá

Texto: Nicolás Rocha Cortés

Fotografías: Juan Manuel Vargas

Producción: Focograma

 

En Yarumal, municipio del norte de Antioquia, los ganaderos perdían
su leche. Nadie les compraba y, en medio de la desesperación, la
arrojaban a la quebrada. De aquella crisis nació la idea de Aydee y
Fernando, su esposo, de crear una empresa solidaria y exitosa que, gracias
al apoyo de Bancolombia, ha sacado adelante a los campesinos de la región.

La imagen se repite cada tanto: una secuencia de terrenos montañosos en el verde de todos los colores del que habló el poeta Aurelio Arturo. Casas de una planta con tejas de arcilla, pintura blanca y roja, y un par de perros grandes y macizos vigilando la entrada. Hombres y mujeres yendo de un lado a otro, tomando algo caliente, alistando la motocicleta o llevándose una arepa a la boca. Detrás, vacas pastando como puntos blancos y negros que se alternan entre colinas mientras un sinnúmero de vírgenes de yeso las vigila. Es el norte de Antioquia, y las costillas de la cordillera central de los Andes marcan el ritmo de una geografía caprichosa, arropada por un viento frío y el rumor constante de que se va a largar un aguacero.
 

En los Llanos de Cuivá, uno de los siete corregimientos de Yarumal, se encuentra la tranquilidad propia de algunas escenas ganaderas y agrícolas: las madrugadas que le ganan al sol, hermanos repartiéndose las primeras tareas del día para ayudar a su madre, que consisten, casi siempre, en sacar las vacas de manera ordenada, ordeñarlas y dejar la leche en la carretera antes de irse a estudiar. Los surcos del arado de hectáreas y hectáreas de cultivos de papa. Un pequeño cardumen de sardinas nadando río abajo, asustado por dos niños que le avisan a su padre, entre señas, que los peces se dirigen hacia él para que los saque en un costal. La pila de gallinaza sobre la que saltan los mismos niños, jugando a retar la gravedad, poco antes de aterrizar encima del escritorio de su madre.

Aydee Botero, creadora de una de las empresas de mayor impacto en el norte de Antioquia.

Las imágenes pertenecen a dos momentos en la vida de Aydee Botero: el primero es su infancia, que describe como un periodo de libertad total. Sin zapatos, celulares o televisores. Tiempos más sencillos. Días en los que la novedad de la experiencia humana venía de la mano de un pájaro, de recoger una flor, amansar a un caballo, las guerras de almohadas, nadar en un charco o asistir el nacimiento de un becerro. El resto acompaña el instante en el que se volvió madre y, junto con su esposo, alternaron la crianza de sus hijos con la recolección de 40 litros de leche al día que terminarían por ayudarlos a erigir una de las empresas más exitosas y con más impacto en la región: El Llano.

La historia comienza como muchas otras: con un relato de amor. Fernando Botero conquistó a Aydee durante las vacaciones de 1978. Lo hizo a lomo de caballo y sin saber cantar, entonando, torpe, algunos de los clásicos de Vicente Fernández que tanto le gustaban a ella. Ese año Aydee viajó a casa de su tía en Plato, Magdalena. Allí trabajaba Fernando con su padre, y en las tardes se juntaba con Aydee para cabalgar la horizontalidad del campo con la complicidad que solo trae el primer amor. Siempre fue, en sus palabras, “su vaquerita”.

En 2023 los negocios deben enfocarse en revisar
sus procesos manuales y más repetitivos, probar
tecnología y facilitar la vida a sus empleados.

Ella, oriunda de un hogar campesino, conocía las labores de la ganadería desde pequeña. Creció con doce hermanos, nueve eran mujeres. Recuerda a su padre como un hombre noble, tranquilo y de buen corazón, pero no un gran trabajador. De su madre, por el contrario, dice haber heredado las ganas de trabajar. Aydee creció entre vacas, ordeñando y aprendiendo a cuidar de ellas. Cada una tenía un nombre, personalidad y necesidades específicas. La rutina empezaba muy temprano, en la industria lechera no hay excusa que valga y se necesita precisión a la hora del ordeño. El día terminaba con un regaño para que se fuera a dormir y dejara de jugar con sus hermanos y hermanas.

Él, también oriundo de Antioquia, vivía sobre la ribera oriental del río Magdalena con sus padres cuando se enamoró. Hijo de un hombre generoso que lo crío bajo la idea de que la educación era lo más importante en la vida. Fernando es, desde siempre, una persona que valora la tranquilidad. Según Foca, un amigo de la infancia, de pequeños hacían de las suyas. Pasaban el tiempo pescando sardinas a las cinco de la tarde en las quebradas de La Unión, en Antioquia, –pasatiempo que heredó a sus hijos– y tomándose algunas copas de aguardiente para recibir la noche. Foca, que cuenta las anécdotas como si se trataran de un secreto, se ríe cada tanto con los detalles de la intimidad de su amistad.

Esta también es la historia de amor entre Aydee y Fernando.

Las rancheras, los atardeceres, las flores diarias y la promesa de un amor, sostenida en las cartas que Fernando le envió a Aydee –cada vez que pudo y con quien fuera–, después de que ella volvió a Antioquia al terminar las vacaciones, fueron suficiente para sellar un pacto que se mantiene vigente hasta el día de hoy. Aydee y Fernando, quienes alguna vez fueron jóvenes llenos de afanes, hoy son dos abuelos que juegan pausadamente con sus nietos. Los niños se roban la atención de la gente, y la mirada de sus abuelos, siempre al pendiente de sus ocurrencias, se clava en sus cabezas cada vez que corren de un lado a otro.

Lo cierto es que Aydee y Fernando se casaron cuando ella tenía 21 años y él 23. Vivían de ordeñar entre 15 y 20 vacas que daban cuarenta litros de leche al día. No les alcanzaba para nada, pero seguían ordeñando.

Su primera hija nació poco después del compromiso. Para Fernando, los desayunos de ese entonces, con su hija revolcándose entre suero costeño y trozos de yuca, son instantes que atesora con una devoción casi religiosa.

Con el nacimiento, Aydee le dijo a su esposo que quería irse de Plato. Poco después, Fernando se fue a trabajar a una finca en Montelíbano con su hermano. Mientras, Aydee se preparaba para recibir a su segundo hijo. La tierra hala y con el nacimiento del niño la familia se mudaría junta, por primera vez, a Antioquia. Las tierras frías, a las que Fernando llegó gracias a la oferta de su padre de trabajar cultivando papa, serían testigo de algunos de los años, como los describe el antioqueño, más felices de su vida.

Vivían de ordeñar entre 15 y 20 vacas que daban
cuarenta litros de leche al día. No les alcanzaba
para nada, pero seguían ordeñando.

Tierra álgida y montañosa. Un páramo que los antioqueños, por tradición, solo visitaban cuando iban de camino hacia la Costa. El potencial estaba ahí, pero las condiciones geográficas, sumadas a otros factores como la ausencia de institucionalidad, acceso a créditos bancarios y una industria sólida, hacían de los Llanos de Cuivá una promesa que nunca llegaba a término.

La infancia con sus hijos es lo que Fernando más extraña de esa época. No la guerra ni la presencia de grupos armados en el norte antioqueño. Era el principio de los noventa y Colombia recién vivía la caída de algunos grupos armados, que llevarían al país a una etapa de violencia e 

incertidumbre. La región no sería la excepción y el conflicto llegaría a su puerta.

Como recuerda su padre, Jonathan –hijo de Aydee y Fernando– salía corriendo asustado a su casa cada vez que escuchaba el himno nacional en el colegio. La guerra estaba en uno de sus puntos más altos. Los grupos se paseaban, uno tras otro, por las casas y fincas de los campesinos. Mientras, Fernando y su padre cultivaban papa y Aydee, que no sabía cómo –ni quería– quedarse quieta, empezó a notar cómo muchas personas de la zona le pedían prestado un bulto, alguna herramienta, cualquier cosa y, en medio de la necesidad, se le ocurrió poner un negocio y dejar de estar prestando.

Fernando Botero, compañero de fórmula de Aydee en esta gran empresa.

Aunque no tenían el dinero, con la ayuda de su suegro montaron una bodega en el corredor de la casa. Comenzaron a vender insumos agropecuarios. Con el tiempo, y gracias al interés de Aydee en las personas y en el pequeño consumidor, se hizo de buena fama en el sector. Se interesaba en conocer a sus clientes y vecinos de una manera poco común. Les preguntaba por sus vidas, no limitaba sus interacciones a simples transacciones monetarias, sino que intentaba entender a las personas. Confiesa que eso lo heredó de su padre. El respeto era mutuo. La gente los apreciaba y, producto de la confianza y el trabajo duro, el negocio se movía bien.

Todo cambió cuando, durante una de las crisis lecheras que vivió 

Colombia, un cliente le dijo a Aydee que no tenía cómo pagarle, que lo único que podía darle a cambio era un televisor. Le ofreció llevárselo ese mismo día. Aydee no aceptó: la conmovió saber que era el único que tenían y que los niños de su cliente, seguramente, iban a sentir la ausencia. Pero sí se le ocurrió otra manera de recibir los pagos que le adeudaban. A los campesinos no les compraban la leche y, en medio de la desesperación, la arrojaban a las quebradas. Aydee, que no soportaba la idea de que la leche fuera vista como veneno, le dijo a su esposo que iba a aceptar la leche como pago por los insumos. Aunque no tuvieran qué hacer con ella, algo se les iba a ocurrir. Fue ahí, en medio de la desesperación que trajo consigo la crisis, que El Llano comenzaría a surgir.

El Llano nació en medio de una crisis lechera. Hoy varios campesinos, como Bernardo, viven de ella.

—¿Es que acaso la gente no toma leche?

 

Con esa frase, Aydee Botero convenció a su esposo de aceptar la leche como pago a las personas que le debían dinero. Tiempo después, buscaría cómo hacer para que vendieran su producto. Hija de una madre que los había sacado adelante ordeñando, Aydee sabía que, si lograba ayudar a los campesinos, ellos seguirían comprando sus insumos y todos saldrían beneficiados de la situación.

 

Lo primero que hizo fue venderle la leche que recibió a una empresa. Y de ahí en adelante recibía los litros que los campesinos le llevaban, los 

aceptaba, los vendía y volvía al campesino con un cheque. Se convirtió en una intermediaria. Durante el proceso —dice— surgieron algunas envidias que intentaron perjudicar el negocio, sin embargo, sus clientes no la abandonaron. Impulsada por la confianza de la gente, montó un acopio (o bodega) para conservar la leche. Todas las mañanas debía ir hasta el mercado La Minorista, de Medellín, para comprar hielo y enfriar los litros que le llegaban. Y, a pesar de los contratiempos iniciales y lo rudimentario del procedimiento, ella seguía insistiendo con su idea y la comunidad, que la respetaba, seguía con ella sin importar lo que sucediera.

Lo primero que hizo fue venderle la leche que recibió a una
empresa. Y de ahí en adelante recibía los litros que los campesinos le
llevaban, los aceptaba, los vendía y volvía al campesino con un cheque.

La lealtad de sus clientes le permitió comprar mejores equipos. Los 1.500 litros de leche que llegó a recolectar en ese tiempo, se convirtieron en 100.000. Ha trabajado con grandes empresas. Su producto se caracteriza por tener una calidad única y Los Llanos de Cuivá son parte importante de la vía láctea antioqueña.

Pero el aporte de Aydee a la comunidad no se limitó a únicamente vender leche e insumos agropecuarios. La paisa sabía que, si lograba que los campesinos tuvieran más vacas, podrían recolectar más leche, tener mejores ingresos y mejorar su calidad de vida. Una premisa sencilla. El problema era ¿de dónde sacar el dinero suficiente como para financiar este tipo de iniciativas?

La respuesta fue: Bancolombia. El primer banco del país le sonaba como algo aterrador, como una empresa exclusiva para los ricos. Sin embargo, gracias al compromiso que tenían los campesinos de la zona y la fuerza de la comunidad que se había erigido en El Llano, Bancolombia creyó en el proyecto: no solo bancarizó a todos los pequeños productores de la zona, sino que también les dio acceso a créditos con una tasa de interés accesible. El esfuerzo conjunto llevó a un crecimiento casi que inmediato. A pesar de la resistencia de los campesinos hacia el cambio, por ejemplo el paso del cheque a la tarjeta débito, no era la primera vez que Aydee encontraba la manera de que la adaptación al nuevo sistema les trajera beneficios a todos.

Los Botero empezaron recolectando 1.500 litros de leche. El Llano hoy recoge 100.000 litros.

Ya lo había logrado cambiando la manera en la que muchos campesinos limpiaban las canecas en las que recolectaban la leche. En su manejo de enfermedades. En la calidad de la leche que iban a vender. Los estándares de calidad les permitieron competir con mejores precios en el mercado y el acceso a créditos bancarios les dio la oportunidad de mejorar su productividad.

Más vacas, más leche, más insumos, más trabajo, mejor calidad de vida. Una fórmula, aparentemente, sencilla.

—¿Cómo era antes mi vida? Un niño, criado con siete hermanos, en el seno de una familia campesina. Mi papá, pues un hombre trabajador, laborioso, con muchas ausencias. Fogones de leña, casas de piedra,

techos de teja y agua por escorrentías. De niños cogíamos los frutos que se dan por esta tierra: mortiños, arrayanes, peñuelas. Para estudiar teníamos que trasladarnos tres horas de camino. Salíamos a las seis de la mañana y volvíamos a las seis de la tarde, encendíamos la vela y nos poníamos a hacer las tareas…

Quien habla es Carlos Andrés Ramírez González, miembro de El Llano S.A.S y uno de los protagonistas de la empresa hoy en día. Es un hombre alto y delgado, de dedos largos y sonrisa amplia. Gracioso, con una voz envidiable y una tranquilidad al hablar que logra cautivar fácilmente a sus interlocutores. Hace más de quince años que trabaja en la empresa y recuerda, con precisión quirúrgica, el día en el que conoció a Aydee Botero.

Bancolombia no solo bancarizó a todos los pequeños
productores de la zona, sino que también les dio acceso
a créditos con una tasa de interés accesible. El esfuerzo
conjunto llevó a un crecimiento casi que inmediato.

El 28 de mayo de 2007, un mecánico industrial recién graduado del SENA que pasaba mucho tiempo jugando en el computador, asistió a una entrevista en El Llano para un cargo al que lo había recomendado su tía. Lo entrevistó Aydee Botero, mujer muy respetada en el corregimiento, que empleaba a cientos de familias del sector y que creó una empresa que se caracterizaba por el trato justo a todas las personas involucradas en la cadena de valor de la industria láctea, y por la calidad del producto que vendía. El resto es historia. A pesar de no contar con las habilidades para el cargo, Aydee vio en Carlos el interés por aprender lo que le pusieran a hacer y por emplearse. Lo necesitaba, su padre acababa de morir y los gastos no guardan luto.

De ahí, las anécdotas de los primeros millones de pesos que tuvo que contar billete por billete; las aromáticas que les ofrecía a los clientes que no confiaban en él por la falta de experiencia; cargar bultos para entender todas las partes del proceso; ver cómo descargaban la leche, equilibrar los estudios con la vida laboral, y cada una de las historias que cuenta con lujo de detalles, sentado en una silla como aguantando el aguacero que se avecina con el verbo.

En El Llano también se fabrican quesos y otros derivados de la leche.

El 28 de mayo de 2007, un mecánico industrial recién graduado del SENA que pasaba mucho tiempo jugando en el computador, asistió a una entrevista en El Llano para un cargo al que lo había recomendado su tía. Lo entrevistó Aydee Botero, mujer muy respetada en el corregimiento, que empleaba a cientos de familias del sector y que creó una empresa que se caracterizaba por el trato justo a todas las personas involucradas en la cadena de valor de la industria láctea, y por la calidad del producto que vendía. El resto es historia. A pesar de no contar con las habilidades para el cargo, Aydee vio en Carlos el interés por

aprender lo que le pusieran a hacer y por emplearse. Lo necesitaba, su padre acababa de morir y los gastos no guardan luto.

De ahí, las anécdotas de los primeros millones de pesos que tuvo que contar billete por billete; las aromáticas que les ofrecía a los clientes que no confiaban en él por la falta de experiencia; cargar bultos para entender todas las partes del proceso; ver cómo descargaban la leche, equilibrar los estudios con la vida laboral, y cada una de las historias que cuenta con lujo de detalles, sentado en una silla como aguantando el aguacero que se avecina con el verbo.

Carlos Andrés Ramírez González, uno de los empleados claves dentro de la empresa.

La historia de Carlos comparte similitudes con la que cuentan Eucaris y Bernardo, campesinos del sector que trabajan con El Llano desde hace años. Siempre hay un antes y un después desde la aparición de Aydee. La lechería especializada es una industria que emplea a muchas personas en Colombia. Una cita que nunca se aplaza, llueva, truene o relampagueé. Y conseguir insumos a precios competitivos es una de las claves del éxito. La otra es tener acceso a créditos, poder comprar más animales, aumentar la producción y, de la misma manera, los ingresos.

Aydee cree que el éxito de El Llano se debe al respeto que hay entre ella y sus clientes. La admiración que despierta su nombre es muy 

particular. Es una mujer sencilla, sin mucho afán de gloria o reconocimiento. Habla de El Llano como habla de su familia. Las historias de tiempos difíciles, crisis, logros y proyectos que se avecinan se ven interrumpidas por su nieta, que corre por las oficinas de la empresa llevando en sus manos regalos falsos para su abuela. Mientras Aydee habla de los años en los que sus hijos saltaban sobre la gallinaza, cuando Jonathan lloraba hasta secarse o la manera en la que los Llanos de Cuivá ha cambiado gracias al trabajo colectivo de todos en el corregimiento, confiesa que su único sueño es poder disfrutar de su familia y ver crecer a sus nietos. Fernando concuerda.

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